martes, 26 de febrero de 2008

The answer

Era víspera del 4 de julio. La madrugada dormía Philadelphia cuando el operario de la limpieza, enfundado en sus cascos, levantó la cabeza. Con el rabillo del ojo había visto cómo dos individuos cruzaban con paso firme la calle Chestnut en dirección a uno de los apartamentos que flanqueaban la recta. Caminaban aprisa, decididos hacia algún destino y como a salvo de buenas intenciones. Por precaución el hombre se ocultó tras una furgoneta del parking y se asustó de veras cuando el alumbrado de la acera dejó al descubierto un feo detalle: uno de los dos sujetos, el más bajito, portaba en su mano derecha lo que parecía un revólver.

Varios golpes secos a la puerta quebraron el silencio del interior de la casa. Alguien se acercó con sigilo desde dentro. “Abre... ¡Abre!”. Y al primer intento la puerta se abrió de par en par por los empujones de aquellos dos visitantes, que irrumpieron en la casa dejando al joven congelado junto a la entrada. Movido por el estruendo otro joven salió al salón en paños menores. “¡Qué pasa!”. No contestaron. Allen abrió la puerta de la habitación del fondo y encendió la luz de un manotazo. Una sábana cubría al joven sobresaltado que clavaba su mirada sobre el intruso. -¡Dónde está!-Dónde está... ¿¡quién!? Allen sintió que alguien se acercaba a su espalda. Se giró y levantó el arma apuntando directamente al rostro del joven. “Dime dónde está Tawanna o te dejo seco”. El joven de la habitación se incorporó de un salto para acercarse hasta él y suplicar: “Primo, Tawanna no está aquí, no ha venido, ¡no está! Basta ya, por favor...”. Ahora era a él a quien apuntaba directamente la semiautomática.


Una semana después Allen Iverson era inculpado por agresión y amenaza en el apartamento de su primo, Shawn Bowman. Una fuerte discusión con su esposa y madre de sus dos hijos, Tawanna Turner, con quien contrajera matrimonio en agosto de 2001, había dado con la fuga de ésta la noche anterior. Un día sin saber de ella había agotado su paciencia. Despechado y en compañía de su tío Greg, Iverson había acudido en su busca al apartamento que Bowman compartía con Charles Jones, de 21 años, y Hakim Casey, de 17. Apartamento cuya renta corría a cargo de Iverson. Pero Tawanna tampoco estaba allí.

Movido por sus abogados Iverson se entregó a la policía el día 16 e ingresó de inmediato en la cárcel. No era la primera vez. Ya en el 93, siendo aún estudiante de Bethel, participó en una reyerta entre alumnos del instituto en el interior de una bolera y pasó cuatro meses a la sombra hasta que Douglas Wolder, gobernador de Virginia, le concedió la clemencia. Al poco de recibir el galardón a mejor novato del año, Iverson fue detenido por exceder los límites de velocidad. En el registro del vehículo le fueron incautados un revólver y una pequeña cantidad de marihuana, y fue penado con tres años de provisional. Mamá Iverson, tan sólo quince años mayor que su hijo, había tratado de atar en corto al pequeño desde que naciera. Ann Iverson recordaba a todas las madres del mundo. Más en concreto, a las de los jóvenes talentos criados en duras condiciones. Y por un asunto de pies, su caso remontaba incluso al de Mary Thomas, madre de Isiah (en cuyo nombre Allen llamó Isiah a su tercer hijo). Mary Thomas encontró en la basura unos zapatos que pensó valdrían para el pequeño Isiah. Y aunque le venían pequeños y le provocaban fuertes dolores, Isiah los calzaba para jugar en la calle. Y los domingos, previo lustre de la señora madre, servían por igual para acudir a la misa. Paralelamente Ann Iverson había guardado un dinero para pagar las facturas de la luz que adeudaba. Pero lo gastó en cumplir el sueño de su hijo: unas zapatillas. “Cuando llegué a casa, no teníamos luz”. Ann quemaba las jornadas en dos empleos luego de haber sido abandonada por el hombre que le prometiera matrimonio, Allen Broughton, padre biológico de Iverson.


Con todo, el incidente de Chestnut iba mucho más lejos de cuantas correrías pudieran tocar a un joven nativo de Hampton. Iverson se enfrentaba a catorce cargos por los que se arriesgaba a un total de 70 años de prisión. El penúltimo día de julio quedó libre de doce de los cargos. El juez James DeLeon estimó las contradicciones de los testigos. En septiembre la parte acusadora retiró los cargos y renunció a proseguir el caso. En noviembre el Inquirer y el Daily News recogían unas estremecedoras declaraciones de boca del propio jugador: “Allen Iverson podría ser encontrado muerto mañana si un policía corrupto desea su muerte. Así de simple. Quiero vivir en Philadelphia pero tengo miedo”. La policía desmintió cualquier amenaza. Tres años después David Stern exigió al jugador que eliminara de sus rap lyrics los pasajes que entendía como instigadores de la violencia hacia los homosexuales y las mujeres de raza negra. Todo ello junto al interminable desfile de amonestaciones arbitrales sobre las dimensiones de su equipación. Sin mención explícita, y al margen de los cinco mil dólares de multa, hacía tiempo que Stern había llegado a una conclusión: Allen Iverson representaba todo aquello que el monarca de la liga no deseaba para ella. Al poco el jugador abandonó su carrera musical. Pero los problemas no hicieron lo mismo.

Una tarde de julio sonó el teléfono de casa. Era Pat Croce, su presidente, el mismo que había hecho posible su extensión de contrato en enero del 99 y ahora, año y medio después, estaba dispuesto a traspasarle. “Ya lo sabes, Allen, siempre he sido muy franco contigo. No quiero que te vayas. Te quiero aquí. Pero te empeñas en no obedecer a Larry Brown. No puedo defenderte”. Durante la conversación, cercana a la hora y cuarto, hubo un minuto desgarrador que ninguna biografía podría permitir escapar: -“I turned 25 last month. My mom always said when I turn 25 I’ll be a man. I can be a professional! I want to be a good father! I don’t want my kids to be embarrassed of me! I want to live in Philadelphia. I want to be a captain. I can control this! I don’t have to be late”.-Pues no lo estás haciendo nada bien.


Croce se debatía entre dos polos opuestos que Phil Jasner, cronista del Daily News, había telegrafiado en pocas palabras: “El reputado y veterano entrenador, con 60 años, y la joven y rapera estrella que quiere hacerlo todo a su manera”. Todos los directivos de la liga sabían que aquel verano Allen Iverson estaba en el mercado. Y lo estaba contra su voluntad. “Yo quiero seguir aquí”. Pero la situación estaba lo suficientemente avanzada como para que en cualquier instante saltara la noticia. La relación con Brown había tocado fondo. “Allen no obedecía sus reglas, se retrasaba –reconocía Croce–, sus declaraciones por la espalda, su compromiso con los entrenamientos... Eran cosas demasiado evidentes”. Harto de la situación el técnico estalló ante los medios: “Estoy cansado de que todo el mundo hable de mi relación con él. Me pregunto cómo es tu relación con un empleado que decide no ir a trabajar o llegar tarde todos los días al trabajo”. Detroit aceptó la propuesta. Propuesta que no llegó a buen término por la decisión de un jugador de tercera fila. Matt Geiger no tragó con perdonar un porcentaje del traspaso que, en efecto, le correspondía. El traspaso se vino abajo. Vistas las orejas al lobo, Iverson protagonizó el cambio más dramático de su vida. Brown era el jefe al que obedecer y la plantilla la empresa para la que trabajar.


El 10 a 0 de inicio de temporada fue la prueba más explícita de que algo había cambiado con fuerza. “Éste va a ser el año más importante de mi carrera”. Unos meses después el pequeño Allen se coronaba por una noche estrella de las estrellas ante un público que lo recordaba con cariño de sus años en Georgetown. Y nada más subir al estrado para recibir el galardón la megafonía devolvía la declaración más inesperada de todo el fin de semana: “¿Dónde está mi entrenador? ¿Dónde está Brown? Esto es un tributo para él”. La victoria del día siguiente ante Milwaukee con 49 puntos del implicado tenía también su dedicatoria. El pequeño gladiador estaba aprontando la llegada de los mejores días de su vida.


Días que marcaban el tardío final de la adolescencia de un ciudadano muy joven que, además, era jugador profesional de Baloncesto, uno de los más asombrosos que haya conocido la historia del deporte. Su adolescencia había llegado tarde a su fin. Y lo hizo de la misma convulsa manera que un buen día había llegado, cuando Allen apenas contaba nueve años de edad, jugaba al fútbol en el colegio y realizó la recepción soñada, momento en que dos adversarios cayeron a plomo sobre su cuerpo, un cuerpo tan frágil y menudo que su mismo peso rivalizaba con el de la equipación que lo protegía. Tendido sobre el césped sintió que las piernas no le respondían, hasta que su técnico, Gary Moore, irrumpió en medio del corrillo. -¡Qué te pasa! ¿Tienes algo roto?-La pierna... me duele...-¿No? Pues entonces... ¡levántate!Y eso fue lo que hizo: seguir adelante a pesar de que la mirada le devolvía un mundo borroso por las lágrimas de dolor. Bethel se alzó con el título del estado con el quarterback más escuálido de todo Virginia. No nacía entonces un hombre. Lo hacía un carácter. Un espíritu cuya máxima Chris Broussard acertó a definir como nadie: “Fragility could be overcome by toughness”. No hay otro modo de entender que los peores ataques de bursitis a su codo derecho coincidieran con la cima de su carrera. Durante los playoffs la inflamación y el dolor hacían inútil la protección que cubría su brazo derecho, llegando a utilizar bajo ella vendajes y apósitos que ocultaban un codo en carne viva. Todo ello no impidió los 54 puntos del segundo choque ante los Raptors ni verle anotar 19 de los últimos 20 puntos de su equipo. Tampoco los 52 del quinto. Y por prescripción médica no habría disputado el séptimo choque. Por decisión personal, habría saltado a la pista con medio soplo de vida. Cuando Lenny Wilkens decidió cargarle con dos y tres pares en defensa, Iverson repartió 16 asistencias y el equipo lo fue más que nunca con él como eje.


Así las Finales del Este ante los Bucks eran por fin el escenario para el que parecía haber nacido. Para la tercera noche el cuadro médico del equipo dijo basta. Allen no podía jugar o se arriesgaba a perder por meses la sensibilidad de su brazo. Su retorno para el cuarto no pudo ser más crucial. Tanto que los rivales hubieron de recurrir al extrarradio defensivo. El codazo de Ray Allen a falta de dos minutos partió el labio de Iverson afectándole incluso a la dentadura. Todo quedó en la toalla antes de que el pequeño regresara a pista a resolver la batalla. Batalla que se prolongó en el sexto y que volvió a dar con otro codazo sobre Iverson, esta vez tan serio que la liga suspendió para el séptimo y definitivo choque a su autor, Scott Williams. Iverson había anotado 46 puntos –26 en el último cuarto– pero aún restaba ganar la guerra, cosa que quedó resuelta en el séptimo choque, con otros 44 puntos y la puerta abierta a las Finales por primera vez en 18 años.


El 6 de junio de aquel año 2001, víspera de su 26 cumpleaños, Allen Iverson se convirtió por una noche en el mejor jugador del mundo, en el más determinante, en la promesa cumplida y en el motivo de que Pat Croce se encaramara con los brazos al cielo al respaldo de su butaca en la grada del Staples, rendido a los pies de un jugador que Lang Whitaker definió como “the most dominant little man in the history of the NBA”. Millones de espectadores habían contemplado en directo el verdadero sentido de un jugador como él. La maquinaria defensiva angelina funcionaba con todos los demás miembros de aquel extraño conjunto. Pero nada pudo con el más pequeño. No aquella noche. Una noche que ponía fin a una racha de 19 victorias consecutivas de color amarillo, 11 de ellas en postemporada con una ventaja promedio superior a los 15 puntos. Tyronne Lue, el principal torturado, refirió su objetivo de manera tan gráfica que bien podría valer para todos aquellos que habían tenido que padecer la misma exigencia: “Que no le llegara el balón, que no lo cogiera”.


Días después el Baloncesto de recursos avaló el titular del Daily News –The Impossible Dream?– liquidando los sueños de un equipo de título –Philadelphia 76ers– muy superior al valor real de la plantilla, una plantilla cuyos nombres –Snow, McKie, Ollie, Lynch, Geiger, Hill, Mutombo, J.Jones, Bell, McCulloch– contrastaban enormemente con todos los Sixers finalistas precedentes. Pero el pequeño gladiador había alcanzado una cima que no sólo dejaba atrás su reconocimiento como el Jugador Más Valioso de toda la liga, el más pequeño de todos los habidos, sino, pocos lo sabían, el forzoso silencio de las inflamaciones del codo, la dislocación del hombro, la torcedura del tobillo, la sobrecarga de cuadriceps, la fractura del pulgar derecho, la sinovitis en la rodilla izquierda, la fractura de un dedo del pie y las contusiones en la cadera. No había dolor, tal y como aprendiera aquella lejana jornada en el colegio. Aquellos días resumían, en palabras de Croce, “no sólo los cinco años de carrera, sino toda su vida. Lo que veías era un hombre que creía tanto en sí mismo que te hacía creer en él”.


En realidad todo había pasado muy rápido. El 26 de junio de 1996 Brad Greenberg no dejó escapar la ocasión de hacerse con el jugador que adivinó más determinante de un draft que terminaría haciendo historia. En la codiciada primera posición los Sixers elegían a un prodigioso anotador en edad junior que había legado además para Georgetown un doble galardón de jugador defensivo de la Big East. Campeón estatal con Bethel, donde fue nombrado jugador del año, el legendario centro de los Hoyas fue el destino no elegido por Iverson, sino por su madre, suplicante frente a John Thompson durante una cita personal por la que había suspirado meses. Mamá Iverson había sido la personalidad más importante del chaval hasta que la compañía de Gary Moore adquirió rango oficial sobre su figura (Iverson’s Business Manager).


La histórica ciudad de Philadelphia contaba con representación en la liga desde el mismo día de su nacimiento. Pero hasta aquella fecha tan sólo había abierto la lotería con Doug Collins en 1973. Iverson se sumaba al proyecto que los Sixers habían iniciado el año anterior con Jerry Stackhouse. No eran años difíciles para Phila. Era la peor y más prolongada travesía en el curso de la franquicia. Iverson no era una incógnita. Lo era la respuesta del equipo a sus espaldas. El pequeño cargó desde el primer día con una misión difícilmente compatible: anotar y dirigir. Así los ocho últimos partidos de la temporada resumían el curso a la perfección: Iverson promedió 39 puntos incluyendo una noche de 50 puntos en una racha de cinco partidos seguidos con 40 o más (el único novato en lograrlo). Un tramo en el que tan sólo sumaron una victoria.


La llegada de Larry Brown al banquillo la temporada siguiente era la tercera piedra de toque. La cuarta consistía en definir de una vez qué era realmente Allen Iverson, cómo optimizar un rendimiento anotador tan valioso. Ni Stackhouse ni McKie ni Jimmy Jackson habían logrado descifrar la clave. Ésta comenzaría a aclararse con la llegada de Eric Snow, con la decisiva compañía de un base que liberara a Iverson del balón inicial hacia otra batalla: la salida de los bloqueos. Sobre una base franca pero frágil los Sixers comenzaron a reclamar sitio en el Este a la ruptura definitiva del imperio Bulls. Iverson cerraba el curso como máximo anotador de la liga y Phila registraba su mejor balance desde 1990, cuando Barkley aún formaba parte del equipo. Los Sixers caían barridos ante unos Pacers de sólida estructura que estaban protagonizando su penúltimo asalto a las Finales. El último, en 2000, dio paso al mejor reclamo de los Sixers de Iverson en el Este y la liga. La temporada de 2001, bajo el título Allen Iverson, forma ya parte de los más sagrados anales de la épica deportiva.


La plaga de lesiones del año siguiente echaba por tierra cada nuevo intento por salir a flote. En tan sólo 3 de las 82 noches la plantilla estuvo al completo. Durante la temporada dijeron adiós Tyronne Hill, Jumaine Jones y Matt Geiger. El equipo entero miraba cada vez más a “The Answer”, particularmente en enero (37-58-33-34-38-34-47). Sin Iverson el equipo acumulaba un 0-8. La cercanía de la postemporada azuzó a todos hasta lo posible. El partido de marzo en Boston volvió a evidenciar el carácter de un jugador que no iba a gritar por nada del mundo. Apenas cinco minutos después del salto inicial una falta de Tony Battie fracturó la mano izquierda de Iverson. El jugador no pidió el cambio. Tan sólo Snow fue su confidente y por lo bajo. “It’s broke, it’s broke”. Calentó esa mano con el bote del balón para engañar al dolor y anotó 22 puntos hasta que llegó el descanso y el cuerpo médico del equipo, a caballo entre la perplejidad y la furia, se lo llevó de urgencia al New England Baptist Hospital. Diagnóstico: fractura. Estimación: fin de temporada. Contraviniendo la prescripción médica Iverson reapareció en el mismo escenario de su lesión para la primera ronda, anotada para los Celtics por 3 a 2. El segundo sueño había caído por la borda.


El equipo siguió mermando hasta que ya poco le asemejaba al de las Finales. “Then the whole team changed”, lamentaba el propio jugador. Pero algunas cosas no lo harían. Y cuando el empate a 81 que forzaba la prórroga ante Detroit en el sexto de las semifinales del Este de 2003 devolvía a las cámaras la enésima bronca entre técnico y jugador, algo estaba llegando a su fin. Diez días después Larry Brown presentaba su dimisión. Era el fin de un proyecto que a pesar de todo, había tocado techo cuando nadie apostaba por el techo de un equipo sin un solo secundario de lujo. Ninguno de los dos implicados, conscientes de las enormes diferencias que les separaban, mostró jamás la menor señal de mutuo rencor. “Cuando empecé a entrenarle creía que era un gran atleta que no sabía cómo jugar, y no sabía si llegaría a saber cómo jugar”. La historia, de costumbre genocida, avalaba el compromiso entre ambos por una meta. “La manera en que ahora se le percibe a nivel nacional es muy especial –proseguía Brown–. Ya no es un niño renegado con talento que no sabe jugar en equipo. Es un tipo al que todo el mundo admira por su dureza y por su carácter”.


Casi doce años después de su llegada a la NBA Allen Iverson sigue siendo una de las figuras más controvertidas que haya pasado por ella. “Everyone either loves or hates him”, apuntaba Lang Whitaker. Sus facultades para exprimir la mayor de sus virtudes, la anotación, continúan intactas tanto tiempo después. Incluso su imagen, como icono del tattoo y el hip hop, está condenada a desaparecer pero por ella el tiempo tampoco parece haber transcurrido. Iverson ha sido el máximo anotador de menor tamaño que haya conocido la NBA. Lo ha sido en cuatro ocasiones en un periodo en que las defensas más venían a complicar una gesta de ese tipo. Gesta que nunca se vio libre de los mayores puntos de crítica a que Iverson tuvo que hacer frente: su selección y porcentaje de tiro. Definido en alguna ocasión como “A Synthetic Michael Jordan”, no es sencillo apreciar cambios visibles del Iverson de 22 al Iverson de 32 años. Los hay. Pero los cambios apreciados en Jordan, figura ante la que toda excelencia parece enfrentarse, fueron paralelos a los cambios apreciados en su entorno. Un estímulo natural del que Iverson tan sólo puede dar cuenta en el último año y medio de carrera, en otro lugar distinto a Philadelphia. Durante más de una década allí únicamente dos compañeros –Jerry Stackhouse, en el primer año, y Chris Webber, en el último–, alcanzaron la veintena por partido.


Como contemporáneo suyo ningún otro jugador en la liga recorrió mayor número de kilómetros en pista. Sus salidas de los bloqueos de fondo, como interminables carreras de obstáculos, remontaron a las mejores propiedades del running back. En los últimos veinte años las defensas rivales cayeron con la más extrema dureza sobre los mejores anotadores. De todos ellos, el menor grado de reacción hostil correspondió al más pequeño, un jugador eternamente dominado por el más elegante fair plan.


Al tiempo, uno de los aspectos más ignorados sobre su perfil ha sido el defensivo, mucho más sigiloso que su condición de ladrón de balones, facultad que no permite ya desalojarle del Top 10 histórico de la especialidad. Para su escasa estatura no se han registrado abusos ofensivos sobre Iverson como par cuando todo haría indicar que, defensivamente, era una puerta abierta. Hasta la llegada de O’Brien, y posterior compañía de Iguodala, el baloncesto de transición en Philadelphia era suyo. La velocidad de su carrera, su inquebrantable ligereza y una mecánica inferior incompatible con los manuales le han convertido en objeto único de la inteligencia ofensiva. Como penetrador Allen Iverson vino a proseguir la línea abierta por Murphy, Archibald o Thomas como las más sobresalientes figuras de estatura pareja en eludir de manera magistral el sorteo defensivo. Iverson legó además como penetrador un recurso íntimo: la extensión de su brazo derecho por encima de las verticales, una imagen que el protector de su brazo contribuyó a potenciar como arquetipo. Técnicamente no ha habido un ejemplo similar al momento decisivo de generarse lanzamientos ante sus pares. El uso del espacio con balón a través de la versatilidad del crossover y el fade away alcanzan en Iverson un plano nunca igualado. Indefinido, maldito y aún hoy inclasificable la misma NBA le dedicó una promo cuyo escueto guión era esclarecedor: Point Guard or Shooting Guard? Una formulación sin respuesta.


En la noche del draft de 2006 Iverson estuvo cerca de recalar en los Celtics. Era cuestión de tiempo y en diciembre, tan sólo tres días después de la trifulca del Madison entre Nuggets y Knicks, Denver se hacía con sus servicios. Iverson se estrenó sin el sancionado Carmelo con dos partidos que legaron 50 puntos y 23 asistencias. El traspaso fue observado con cierta extrañeza. Al máximo anotador de la liga, Carmelo Anthony (31.6), se añadía el segundo (31.2). Desde entonces la reciprocidad entre ambos ha estado plagada de parabienes y un correcto rendimiento conjunto. Otra de las incógnitas era la relación con “a combustible coach”, George Karl, un duro mando que nunca tuvo reparos en criticar abiertamente a sus mejores jugadores: Ray Allen, Sam Cassell, Gary Payton e incluso Carmelo Anthony. Karl reconoció haber llamado a Larry Brown para conocer más de cerca sus impresiones sobre Allen Iverson. Al desfile de confesiones secretas sucedió una importante evidencia: “Ha cambiado”.

Brown no era el único en creerlo. El mismo New York Times, tan crítico durante años con el jugador a través de Robbins, Vecsey o Araton, reconocía hace año y medio que “Iverson has been a model citizen since...”. Una idea que el mismo David Stern ratificaba asegurando: “He continues to grow”. Ninguno de ellos lo hacía en referencia al profesional de pista. Porque no era posible. La NBA ha dejado de tener un equipo de Allen Iverson. Los Nuggets no lo son. No se conocen problemas de vestuario, reina una confortable calma en Colorado y Denver es, de los gallitos del Wild West, el que parece más tapado, una elección casi marginal en las apuestas. Hasta la fecha el primer episodio de esta aventura, incompleto, dio con la derrota ante los vigentes campeones. Reina la paz en Colorado. E Iverson tiene gran parte de culpa. Su apariencia en pista pasa hoy por la del jugador compañero, profesional maduro, y al tiempo, un tipo como extrañamente serio y reservado. Sus incesantes elogios al nuevo equipo contrastan con una expresión que no parece próxima a la felicidad, como si orbitara sobre su figura un insobornable componente trágico. Algo que Jake Appleman sugirió a través de la “depth of his eyes”. Nada ha sido más recurrente en sus últimos interrogadores que el adiós a su prolongada adolescencia. Y nada subrayó él con más fuerza: “If you’re getting older and not getting wiser, something’s wrong”.

La carrera del pequeño gran hombre no ha llegado aún a su fin.
ACB.com

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